Chile se encamina a una elección y legislativa atravesada por la tradicional disputa izquierda–derecha y los cambios constitucionales.
Publicado el 20/08/2025 por Aldo Cassinelli Capurro
A fines de este año Chile elegirá Presidencia y Congreso en una contienda marcada por dos planos de lectura: el eje izquierda–derecha y el clivaje constitucional que emergió con los procesos fallidos de cambio de Carta Fundamental. La combinación de ambos reordena alianzas, define discursos y tensiona a los candidatos que buscan ampliar su base más allá de las identidades tradicionales.
Durante tres décadas, la política se interpretó a partir del legado del plebiscito del 88 —dictadura versus democracia—. Hoy persiste, pero ya no es suficiente para explicar el voto. La secuencia de intentos constitucionales y sus plebiscitos instaló una línea de división distinta: continuidad o cambio institucional, moderación o maximalismo. En ese tablero se mueven las principales cartas de noviembre.
Jeannette Jara encabeza la oferta del oficialismo. Su triunfo en una primaria con bajas tasas de participación, pero ventaja holgada sobre sus competidores, selló la convergencia del Partido Comunista, el Frente Amplio y el socialismo democrático. Su propuesta combina continuidad del proyecto social con énfasis en trabajo, pensiones y presencia estatal. Fortalezas: experiencia ejecutiva y apoyo orgánico. Desafíos: conquistar a un electorado moderado que valora resultados en seguridad y crecimiento, y despegarse del desgaste del gobierno de turno sin perder coherencia programática.
Evelyn Matthei, por Chile Vamos y aliados de centro, representa la carta de gestión y orden. Ex ministra, ex parlamentaria y ex alcaldesa de Providencia, llega a su segundo intento presidencial en condiciones políticas muy distintas a 2013. Integra a UDI, RN y Evópoli, y suma respaldos de fuerzas de centro como Demócratas y Amarillos por Chile. Su apuesta es ocupar el centro reformista sin ceder flancos a su derecha. Fortalezas: alto conocimiento, trayectoria y promesa de “hacer que el Estado funcione”. Riesgos: ser asociada a gobiernos previos y dificultades para captar votantes jóvenes y populares si la campaña se vuelve identitaria.
José Antonio Kast compite como líder del Partido Republicano. Su narrativa —orden, disciplina fiscal y libertad económica— le ha dado una base fiel y movilizada desde 2017. Encarna una derecha nítida que interpela al malestar con la delincuencia y el desorden institucional. Fortalezas: coherencia ideológica y maquinaria militante. Debilidad central: ampliar hacia el centro tras su protagonismo en el segundo proceso constitucional, que terminó rechazado. Su dilema es crecer sin diluir el sello que lo hace competitivo.
Junto a ellos, emergen figuras con capacidad de incidir en la conversación y en el mercado de la primera vuelta. Marco Enríquez-Ominami intenta su quinta aventura presidencial desde una izquierda crítica del antiguo orden concertacionista, con habilidad para instalar tópicos, aunque con techo electoral esquivo. Franco Parisi, al mando del Partido de la Gente, vuelve a movilizar voto anti-élite y digitalmente intensivo; su activo es la transversalidad del descontento, y su lastre, la fragilidad organizacional. A la derecha de Kast, Johannes Kaiser empuja un proyecto libertario que tensiona la agenda de regulaciones y, a ratos, comparte carril parlamentario con socialcristianos, una convivencia difícil de explicar programáticamente. Finalmente, Eduardo Artés mantiene una candidatura testimonial desde una izquierda de definición maximalista.
El escenario plausible es de segunda vuelta. Con tres polos fuertes, la disputa por los cupos al balotaje se resolverá en márgenes estrechos. Las campañas deberán administrar tres llaves tácticas: (1) seguridad con capacidad estatal (perseguir crimen organizado, modernizar prisiones y coordinar policías-fiscalía); (2) crecimiento con aterrizaje práctico (reglas claras, inversión e infraestructura con metas medibles y cronogramas); y (3) amplitud política real: sumar fuera de la base, especialmente en electores independientes, mujeres de 30–49 años y votantes obligados a participar por la normativa vigente.
El resultado presidencial se jugará, además, en espejo con el mapa parlamentario. La fragmentación es hoy rasgo estructural, más listas, más incentivos a la identidad por sobre los acuerdos y más vetos cruzados. Por eso, el tono de campaña importa, quienes polaricen pueden movilizar, pero corren el riesgo de quedar sin socios para gobernar. En cambio, quienes articulen mayorías —aunque sean parciales y temáticas— tendrán mejores condiciones para convertir promesas en políticas públicas.
Más allá de nombres propios, la elección ordenará prioridades para 2026–2030. La primera es la seguridad, no como eslogan sino como programa operativo; inteligencia financiera del narco, control territorial y eficacia procesal. La segunda es la economía: productividad, inversión y empleo con foco en capital humano técnico y simplificación regulatoria. La tercera es la gestión de servicios públicos, con metas visibles en salud (listas de espera), educación (trayectorias efectivas) y descentralización (equidad territorial). La cuarta, gobernabilidad, un Congreso sin mayorías duraderas obliga a acuerdos creíbles, menos promesas grandilocuentes y más cumplimiento verificable.
En suma, Chile llega a las urnas con un sistema político que se mueve entre la demanda por orden y la exigencia de resultados. La competencia no será solo por identidades, sino —sobre todo— por credibilidad ejecutiva. Quien logre equilibrar seguridad, crecimiento y acuerdos legislativos tendrá el mando, pero sobre todo la oportunidad de restaurar expectativas y estabilizar el rumbo en un país que necesita menos ruido y más soluciones.
Aldo Cassinelli Capurro
Director Escuela de Gobierno
Universidad Autónoma de Chile
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